La
culpa de que la Transición haya fracasado la tienen los gimnasios. Cuando yo
era niña no se veían tantos hombres musculados, no existían las tabletas, esas
que lucen los chicos con tanto aplomo en las playas enseñando sus gallardías.
Quien iba a un gimnasio era porque había decidido dejar su carrera solitaria de
cabrero y convertirse en boxeador, sacar a su familia del anonimato y llevar su
nombre por los carteles y sus mejillas doloridas y su nariz rota como un
estandarte de valentía. También conocí a algún maletilla que le importaban poco
los cuernos, o decía que le importaban poco, y se echaba al ruedo de la vida a
buscar más allá del campo y la luna la fortuna que le haría parecer hombre de
bien.
Los boxeadores y los toreros ponen
cara de escuchar mucho, son gentes que vienen del silencio y siempre temen no
estar a la altura de la lucha que tienen que emprender. Ya sé que no se llevan
ni los toreros ni los boxeadores, pero existen. Para escuchar se necesita
tiempo, un tiempo que han robado los gimnasios con sus cronómetros, sus marcas
y sus disciplinas en busca de una elegancia que es difícil conseguir con tanta
camiseta fosforita, anaranjada o amarilla.
Pero, ¿verdaderamente ha fracasado
la Transición?, ¿tan mal está lo que han hecho nuestros padres? Dicen ahora que
aquellos acuerdos eran frutos del miedo, yo vi a mi alrededor más generosidad
que otra cosa, pero en fin, estamos en época de catarsis y son muchas las ganas
de quemar todos los muebles. Somos un país exagerado, lleno de tertulias
idénticas y ansiosos por limpiarnos la gran mancha de la corrupción somos
capaces de acabar con los manteles.
¿Para cuándo la escucha?, ¿para qué
momentos hablantes de un idioma común acabarán por entenderse? ¿A quién le
estamos pidiendo paciencia en esta ocasión?, es fácil esta respuesta: a los de
siempre. Si hubiéramos cuidado el alma, si no nos hubiéramos acelerado en la
competición extrema tal vez hoy la luz de la vida nos hubiera tratado con mayor
magnanimidad. El mundo se ha hecho muy pequeño, ya no cabemos todos en el gran
gimnasio del progreso acelerado, de la piscina del spa lleno de estrés, es hora
de que la alegría de vivir nos toque como si fuera un plácido rayo de sol, es
hora de aceptar nuestros defectos y de rendirnos a la ternura que se avecina,
porque lo mejor está por llegar, acabamos de vencer a las bicicletas estáticas
y a las cintas andadoras, hemos roto a hablar con palabras limpias, ponemos
cara de escuchar, así que pronto llegaremos a la escucha activa. No hay que
desesperarse, dejemos ese derecho para los que verdaderamente lo están pasando
mal en este momento.
Ya
lo dice Adan Kovacsics en su hermoso libro Guerra y lenguaje: “¿Sabes?, hay
quien sostiene que la confusión que se produjo en Babel no se debió a la
división de una única lengua en varias, sino a que quienes hablaban la misma
lengua no lograban entenderse entre sí”. Yo creo que la torre de Babel era un
macrogimnasio que llevaba a la incertidumbre del cielo. Pongamos los pies en la
tierra y empecemos a escucharnos de verdad.