domingo, 25 de octubre de 2015

Los extranjeros y las extranjeras



Cuando estábamos aburridos y hartos de silencio, saciados del ruido del oleaje y sin poder meternos en el agua, tal vez porque había bandera roja, tal vez porque era la hora de la siesta. Cuando estábamos rojos como amapolas porque mi madre había mezclado la crema Nivea con la Mercromina porque le habían dicho que así defendía más de los rayos solares y al mismo tiempo nos poníamos morenos. Cuando estábamos hartos de nuestras costumbres, de la tortilla de patata, de la sandía y del fútbol y de Franco, mi padre cogía un balón de plástico y le pegaba una patada al aire y casualmente golpeaba a alguna extranjera y ella nos miraba algo airada y entonces, mi padre nos decía: “¡Corred, corred y pedidle perdón!” Y él iba, diligente, como un Dios de la comunicación, con un bote de aceite en la mano para decirle si quería que le diera unas friegas en el lugar del golpe.

Así, así era como salíamos de nuestras reducidas coordenadas y entablábamos conversación y hacíamos gestos y monerías para que nos entendieran. Y entonces comenzaba el ritual y nos presentábamos por nuestros nombres: “Yo soy Antonio Miguel”, decía mi hermano. “Yo soy Salvi”, decía yo. “Yo Francisco”, decía mi padre. Y mi madre, un poco más reticente, acababa por ceder y decía: “Yo soy Agustina”. Y así comenzábamos la aventura que nos llevaría por países desconocidos de los que aprendíamos tanto.

En mi casa siempre nos gustaron los extranjeros, quizás porque nosotros nos sentíamos un poco extraños en ese paisaje social que dibujó la dictadura. Por eso amábamos lo diferente y nos llevábamos a comer al chiringuito a la familia de la que nos habíamos hecho amiga y hablábamos de lo divino y lo humano, y acabábamos haciéndonos fotos, y mi padre les daba nuestra dirección para que después nos las enviasen, y en unas horas entablábamos una amistad profunda como la espontaneidad, una amistad como solo pueden conseguir los seres libres.

Ya se sabe que “partir, c´est mourir un peu” y mi hermano y yo llorábamos y todo cuando el extranjero o la extranjera recogía su toalla, su minúsculo equipaje y nos dejaba bajo el atardecer caduco, bajo la noche que se iniciaba, y se iba a un país del que ya nos habíamos enamorado y al que prometíamos ir en alguna ocasión aunque mi madre dijera: “Chiquillo, Paco, ¿allí tan lejos vamos a ir?, ¿Qué se nos ha perdío a nosotros en esas tierras?”

A estas alturas de la vida comprendo que lo que nos atraía de esos forasteros era el desapego con que trataban los temas, sin miedo a pronunciarse, pero como si hablasen acariciando, lo que Georg Simmel llama “objetividad” lo cual no significa desinterés o pasividad, sino una mezcla sui géneris de lejanía y proximidad, de indiferencia e interés.


Gracias a los extranjeros y extranjeras podíamos viajar barato. Cada vez que mi padre cogía el balón permanecíamos expectantes, sin saber a qué país nos llevaría, qué montañas descubriríamos, qué lagos, qué ríos, qué comidas nuevas conoceríamos. Gracias a los extranjeros con su seriedad rendida, gracias a las extranjeras con su libertad radical y sin sujetador, gracias a la ocurrencia de mi padre respirábamos democracia. Gracias a esos días de playa, de Nivea y Mercromina, de pelotazos y charla, yo soy cosmopolita. 









domingo, 18 de octubre de 2015

Brindis



Creo que fue mi prima Mari Kiki la que nos trajo una colección de discos de música Rusa. Mi hermano y yo ya estábamos familiarizados con ese tipo de canciones, conocíamos el Casatschoc y algunas veces entrábamos en éxtasis bailando como locos hasta perder el sentido. Los discos eran del Reader´s Digest, seguro que los consiguió mi prima juntando puntos y formaba parte de una de sus innumerables colecciones, como los foulards, las pinturas de las uñas, el buen humor o los tarros de colonia, como los sostenes sugerentes llenos de encajes, los relojes o los distintos tipos de amor que tenía guardado para cada uno de nosotros.

Gracias al tocadiscos que acabábamos de comprar pudimos escuchar a Pali Gesztros y su orquesta de zíngaros y ampliamos nuestro acervo musical y nuestros momentos de éxtasis. Mi hermano se ponía unas botas de flamenco y ¡hala!, a saltar y saltar, y yo le acompañaba con entusiasmo mientras me envolvían los violines e imaginaba una estepa para desarrollar la coreografía de mi amor, un amor que ni yo misma entendía, el amor lésbico.

Mi hermano se metió tanto en el papel que comenzó a escribir malamente, eso decían los maestros, que tenía muy mala caligrafía, lo que de verdad pasaba es que, sin saberlo, le nació, dentro de sí, el alfabeto cirílico y para colmo, mientras ejercía de monaguillo, se persignaba al revés como si fuera ortodoxo. Su metamorfosis fue tan brutal que soñaba con tener una novia que se llamara Tatiana y deseaba hacerse grande cuanto antes para poder beber vodka.

Yo, por mi parte, leí Crimen y castigo, todo Turgueniev y los artículos de Juan Eduardo Zúñiga, sobre todo me gustaba y me gusta el maravilloso “Mensaje confidencial”, recogido en su libro El anillo de Pushkin. Lectura romántica de escritores y paisajes rusos. También leí Dostoievski de André Gide y comenzamos a brindar con zumo de manzana y a tirar las copas como si fuéramos cosacos. Todo eso sucedía antes de que se rompiera el muro de Berlín. Es que en mi casa siempre hemos sido unos avanzados, las vanguardias nos persiguen en vez de perseguirlas nosotros a ellas. Sin ir más lejos: yo soñaba con la escritura sincopada de Marina Tsvietáieva.

Mi madre veía El doctor Zhivago y mi hermano corría por las tardes, en bicicleta, a la calle de la Seda, donde vivía mi abuelo Francisco, que era sastre y le estaba haciendo un zurrón como el de Miguel Strogoff. Todos estábamos enamorados de la casi infinita Rusia como las novelas oceánicas de Tolstói.

Mi padre nos miraba desde lejos como si fuéramos muñecos a los que se les hubiera roto la cuerda y no pudieran parar de bailar, entonces la cosa vino a más y contagiamos a mi primo Moisés que se compró una balalaica y comenzó a cantar con voz de campesino, él siempre tuvo muy buen oído. Y de tanto baile y tanto meternos en la piel de los demás fue como comenzamos a comprender a todo el mundo: Oriente y Occidente, aunque nosotros viviéramos en el valle de Campanillas. Y así, así fue como descubrimos la palabra empatía y el sentido de las disertaciones que se hacen cuando se brinda en una noche de frío viento, allá por las hermosas orillas del río Nevá.


                                                          ¡Vashe zdorovie!






domingo, 11 de octubre de 2015

Patriotismo



Hay quienes cogen el rábano por las hojas, aquellos que se quedan con el chiste, la gracieta y deciden que leer es un ejercicio light (ligero) y prefieren no entrar en la profundidad de lo que realmente las palabras quieren decirle. El humor es una forma inteligente de deleite y también de enseñanza. Mi hermano es un payaso y sabe de sobra que lo que digo es cierto, trabaja en el circo de la vida y siempre que tiene que defenderse lo hace con el sosiego, el buen estar, de quien saber responder con una sonrisa.

En una ocasión vino una joven francesa a mi casa y convivimos con ella un mes, yo le leía los poemas de Paul Éluard y la llevábamos a la playa, también hicimos una excursión a Granada, otra a la Alcazaba de Málaga, en fin que la paseábamos, le dábamos vino dulce y la enseñamos a beber en un botijo. Ella, algunas veces, desconsolada, se ponía a ver la tele mientras nos confesaba que entendía a los personajes que salían en la pequeña pantalla mejor que a nosotros. Nosotros nos mirábamos extrañados e incluso entristecíamos porque no sabíamos hablar como los de Madrid para poder agradar aún más a nuestra invitada.

Un día que estábamos los tres subidos en un colchón hinchable, pataleando sobre el azul del agua, ella espantada dijo: “¡Oh!, ¡qué es eso!”, mientras señalaba un pañal blanquísimo que flotaba a la deriva como un pequeño pecio. Mi hermano sin inmutarse le respondió con desparpajo: “Una plataforma para que descansen los chanquetes.” Mi hermano sonrió y siguió chapoteando. Ella me miró algo extrañada, yo asentí convencida y le dije que podía preguntarle a mi padre cuando llegara a la orilla qué eran los chanquetes. Mi padre le dijo que los chanquetes son corbattes minúsculas que se comen revueltos con pimientos asaos,  y la llevamos al merendero a que los probara.

Mi hermano no era un gran patriota, no tuvo esa salida para defender la pureza del mar de Málaga, provincia perteneciente a la orgullosa España. Aquel hallazgo que hizo la francesa, verbalizándolo con tanta escandalera, sólo mostraba que era una persona que no admitía los errores de los hombres y las mujeres. Su reacción acertada debería haber sido recoger la basura y seguir nadando con total naturalidad sin romper el momento de éxtasis que estábamos viviendo jugando con las leves olas. Eso pensamos nosotros, pero, en fin, era joven y exigente.

Hay quien le tiene miedo a la risa, quien la prohíbe incluso en su casa o en su país, hay quien tiene miedo de decir una frase amable, no acostumbran a ello. A esas gentes les diría que lean profundamente el Quijote, ese libro erasmista que tan bien nos representa, si es que algo tiene que representarnos; nunca está de más leerlo. Mi hermano lo ha leído ya veinticinco veces, en distintas versiones, los colecciona como colecciona bromas inocuas que le quitan hierro a todos los asuntos.


Al mes de irse nuestra invitada recibimos un regalo, se trataba de una casete con las canciones de Maxime Le Forestier y Jacques Brel, durante una temporada sólo escuchábamos esa música para no echarla de menos, ella también nos enseñó muchas cosas. Pero desde entonces miramos la tele con tristeza pensando que a los de Madrid los entendía mejor que a nosotros.

     



domingo, 4 de octubre de 2015

Neologismo




En mi casa queremos mucho el Castellano, a nosotros nos parece un idioma muy completo, perfecto incluso para hablar con Dios si Dios existiera, probablemente sí. Hay gentes que no quieren que el idioma crezca, que se quede donde está, nosotras no somos de esas, vemos venir las invasiones a lo lejos y las remediamos con creatividad. Todavía recuerdo el día en que mi abuela Aurora fue a Málaga con mi hermano, entraron en una mercería y ella, toda resuelta, dijo: “Señorita, por favor, podría darme unas medias conejeras”. Mi hermano se puso de todos los colores y, casi sin voz, le explicó a la dependienta que lo que mi abuela quería era unos panty. Ningún académico hubiera podido dar una definición más exacta.

Mi madre. Que estuvo bastante tiempo en Francia y que consiguió con empecinado orgullo no decir ni una palabra de francés le llama al bidé el “lavafruta”. En fin, que siempre que podemos utilizamos nuestras palabras y nos dejamos de extranjerismos, ahora bien, si es necesario no dudamos en echar mano a ellos, el caso es comunicarse. La lengua es la mayor democracia que existe y nos encanta pertenecer a ella. Por eso soy escritora.



No comprendemos a esas gentes que detestan los neologismos, es decir, las palabras nuevas o los significados nuevos que se acogen a una palabra que existe ya o que viene de fuera. Qué manía le tienen ciertas personas a la palabra “matrimonio” cuando se utiliza para designar a parejas del mismo sexo. ¿Por qué no admiten este neologismo de sentido que lo que hace es agrandar su campo semántico para que quepamos todos? ¿En qué momento los políticos que presentaron recurso contra la ley que admitía las parejas igualitarias, con los mismos derechos y deberes, se convirtieron en malísimos lingüistas y nos prohibían el paso a gais y lesbianas? ¿Y en qué momento dan ese salto sobre una inmensa cama elástica que les impiden las heridas y deciden utilizar esa ley y casarse después de haber denostado tanto su promulgación? Como diría alguien de mi distrito, que no es precisamente muy céntrico, pero sí muy avanzado en lo referente a la creación lingüística y a las buenas maneras: “Bienvenidos al lugar donde llaman a las cosas por su nombre.”


Con lo dura que es la invisibilidad y con lo que duele no existir, con lo pesada que es la heterosexualidad de continuo, con lo bonito que son los confetis de colores.... no sé cómo pueden seguir existiendo tantos individuos grises. Yo, que por la presente estoy muy bien y que soy lesbiana, sólo puedo aconsejarles que lean a  mi estimada Monique Wittig que entre otras hermosuras dice: “El pensamiento dominante se niega a analizarse a sí mismo para comprender aquello que lo pone en cuestión”.