domingo, 31 de enero de 2016

La generosidad en persona



                 Y sin embargo a nosotras nos encantaban los centros comerciales. Mi prima Kiki deseaba que, cuando se muriera, esparcieran sus cenizas por la planta de señoras del Corte Inglés, porque ella nunca respiró más tranquilidad ni más libertad que en aquel establecimiento recién inaugurado en Málaga capital donde lo mismo nos podíamos tomar un sándwich mixto que comprarnos un traje de novia para que los cuentos se cumplieran.

            Mi prima Kiki era divertidísima y pensaba de cosas de política muy distinto a nosotros, pero eso nunca fue obstáculo para que la amáramos profundamente como si fuera un campo de lavanda que nos enseñara a todas lo que es recibir el sol de la mañana y la luz de la noche. Era presumida, rebelde sin saberlo, conservadora sin imaginar que sus costumbres no lo eran y sabía amar como María Félix o Rita Haywhorh. Y sobre todo era nuestro contacto en la ciudad, la que nos esperaba en la parada de la calle Hoyo de esparteros y nos llevaba lo mismo a comer churros que a comprarnos bragas. Era la que nos regalaba sujetadores de encaje negro y a la que no se le podía decir: “Prima que bonito reloj llevas” porque si no te lo daba. Era la generosidad en persona.

            Y nos hinchábamos reír con ella, tenía muy buen humor y era una mujer que se ganaba su sueldo, trabajaba en las bodegas Larios poniéndole etiquetas a las botellas de ginebra y, además, era coleccionista de vitolas. Para colmo tenía un amante con un ojo de cada color y una vez hizo con mi madre una ensaladilla rusa con pescada que estaba exquisita, en su punto.

            Sabía todo sobre las cremas que te tenías que echar en la cara, iba todas las semanas a la peluquería y  tenía el pelo hermosamente rubio como sólo ella podía tenerlo. Estéticamente era una chica como las que describe Carmen Martín Gaite en su libro Usos amorosos de la posguerra, una chica topolino. Una chica topolino contradictoria.

            Con ella aprendí que el estado democrático es también un teatro, y que debemos ser cuidadosos y no romper el escenario ni las cortinas, que cada persona reserva en su alma los ideales imposibles y los posibles y que aquí “cabemos todos o no cabe ni Dios”. También me enseñó a ser seductora y a ponerme ligueros y, sorprendentemente, a pesar de ir todos los sábados por la tarde a misa, me enseñó a no confesarme nunca con los curas y a comulgar siempre, porque las mujeres siempre estamos libres de pecado.

            Era extraordinaria y algunas veces enrojecía cuando alguien la miraba descaradamente. La timidez sería el signo de nuestra familia y el miedo a ser humillados. Pero, en fin, teníamos la risa, la capacidad de convertirnos en payasos y ante eso no podía resistirse nadie, fuera como fuera. Y sobre todo teníamos una tarea inmensa, guardada casi como un secreto, un llamamiento vocacional: la necesidad de sembrar allá por donde pasáramos el embriagador perfume de la concordia.



Mi prima Kiki hizo una gira como bailarina por Rusia sin saber nunca claramente para quién bailaba, ella veía hombres donde los demás veían soldados. De esa gira se trajo el amor por esas tierras, músicas preciosas y la admiración por la literatura rusa que me transmitió como por encanto. Guerra y paz fue uno de los libros que me regaló y también varias obras del francés Émile Zola.











domingo, 24 de enero de 2016

Silencio




              Hay gente que se prepara los domingos y va al centro si quiere ejercer de ciudadano, y allí se encuentra lo que se ha dado en llamar la gentrificación. Y tiendas que pueden estar en cualquier lugar del mundo que han puesto ahí para que no nos perdamos como personas globales que somos. Así todos nos convertimos en seres ajenos a nuestro propio espacio local y nuestra mente navega entre operaciones aritméticas adivinando el precio de los inmuebles.

            Allá van las gentes de las afueras a mirar escaparates y a hacerse ilusiones deseando productos fuera de su alcance. Y los barrios permanecen dormidos porque sólo sirven para eso, para dormir. En Francia les llaman Banlieues.

            En ese escenario de la city hay museos y bares, todo dispuesto para el turista con dinero mientras hacemos del turismo nuestra gran fuente de ingresos. Vivir se ha vuelto difícil en esta época en que queremos excluir todo lo que hace referencia con la vida. Nuestras ciudades de cartón piedra, hermosas y delicadas, que alejan la prostitución a los polígonos, alejan también cualquier rasgo de verdad. Y los aprendices de ciudadanos vuelven desconsolados a sus casas, que es un microcosmos donde le dejamos las puertas abiertas a la publicidad.

            Hay gentes que se disfrazan los domingos de cazadores o ecologistas o simplemente buscadores de setas y se pierden en el campo porque no conocen las leyes del campo y un vaivén, una dulce riada, se mueve cada fin de semana de un lado para otro antes de solicitar a nuestro cerebro la respuesta de por qué nos movemos en esa dirección.

            Buscamos siempre el paraíso, desde que somos pequeños, buscamos el lugar perfecto donde nuestra imaginación nos hace más ciudadanos o más aventureros. Parece que jugamos un rôle play en vez de ejercer la vida. Los anuncios han desbancado a la dura filosofía, que por otra parte acogía tan pocas pensadoras, y nos enseñan cómo debemos comportarnos cuando nos echamos una colonia, por ejemplo. No me extraña que tengamos tan poca tolerancia al fracaso si estamos comiéndonos nuestras raíces divertidamente y el sentido de lo comunal lo ostentan los grandes almacenes.

            Esta sociedad es la que hemos creado, una sociedad insatisfecha que, sobre todo, no tiene tiempo y, en cambio, sí posee un inmenso miedo al silencio.

           

           





domingo, 17 de enero de 2016

Anecdotario

    

           En broma les digo a mis amigos que los malagueños nos parecemos a los japoneses. Ustedes nunca sabrán lo que un malagueño está pensando por más que se plante delante y le mire profundamente a los ojos o comparta chistes y chascarrillos. Hoy en día, que se lleva hablar tan bien como las azafatas del AVE, se está perdiendo decires llenos de sal. Y la globalización, que todo lo empaña, nos hace parecer salidos de un laboratorio en que nos incrustan la norma lingüística en vez del habla materna. 
 
            Cuando vi al primer japonés en mi vida tenía diez años. Bueno, no me voy a quitar mérito: eran muchos japoneses y venían en  una excursión que visitaba el colegio para ver no sé qué. Ese mismo año habíamos estrenado las instalaciones y paseábamos a nuestras anchas y parecía que nos íbamos a suicidar tirándonos de la “chorraera” que en castellano se dice “tobogán”. No estábamos acostumbrados al lujo de tener tanto espacio y tanto maestro. La luz era clara resplandeciendo en las gayombas amarillas y los libros parecían tener solución para todo. El nuevo director era hombre moderado y el universo tenía unas distancias inaprehensibles.

            Me recuerdo, con mis compañeras, corriendo detrás de los japoneses que tanto nos entusiasmaron y cada vez que veo a un nipón me abruma aquella emoción infantil de poder observar lo distinto. Por aquel entonces creía en lo invisible y le dejaba espacio a mi ángel de la guarda para que durmiera a mi lado. También comencé a estudiar otro idioma distinto del mío y nos explicaron lo que era la fonética. Pudimos reconocer los sonidos que pronunciábamos y ensayar ante el espejo la ese y la zeta. Jugábamos a las matrículas y rara vez hallábamos una que no fuera de la provincia.

            No quiero volver atrás, pero tampoco quiero que nuestro pequeño anecdotario (fíjense que humildad, no he dicho "historia") desaparezca enterrado por la convención de lo normalizado, como no quisiera que mi ser quedara enterrado entre tanta palabra reglamentariamente pasada por los filtros de la R.A.E. La lengua es un mecanismo que propicia el crecimiento personal, la madurez, la lengua es la mayor democracia que existe y con ella quiero decir que aquel día, supremo, nos entendimos por señas con los extranjeros. No sabíamos qué eran los nacionalismos.

Los japoneses se fueron. Al tiempo colgaron unas fotos de la visita en las zonas comunes del colegio y los chiquillos nos arremolinábamos alrededor a ver si nos encontrábamos a nosotros en aquel momento histórico. Después vinieron los relojes digitales, Meteoro y Heidi y la vulgar sensación de que conocíamos el mundo entero a través de la televisión, y de que los ángeles de la guarda no existen y de que las angelitas no entraban en el cupo de la paridad  ¡Vaya fraude! 

 No hay nada más bonito que conocer al extraño, invitar al huésped a unos poquitos de boquerones en vinagre y encontrar rasgos comunes para poder comunicarnos, hacer de la lengua un lugar de acogedor encuentro no de posible desafío. Por eso no me gustan los imperativos con que  nos abruman y que tanto se llevan, por cierto, en la red; con lo bonito que queda eso de "me complazco en invitarle" en vez de "id, venid, visitad, seguidme" o el horrendo infinitivo con intención, también, de mando, y tan de moda en Twitter, por ejemplo. 

          En fin, yo, para guardarme de arañazos y servidumbres, no entro en conversación con los que aceleran el ritmo o alzan la voz. Vivamos las pausas y la placentera lentitud como si fuera la regla número uno del protocolo democrático, hagamos tiempo para el disfrute de la vida, para la contemplación de lo nuevo y lo viejo, porque como sigamos desterrando nuestras vivencias de lo cotidiano, ya mismo, la mentira va a parecer la verdad, o lo que es peor; la historia de la verdad, y nosotros, todos, una excursión de japoneses que no se entienden entre sí.


domingo, 10 de enero de 2016

La elegancia



           Tal vez la regla para asegurarse de que una es elegante es no decir palabras que agravien, dejemos esa tarea a los machistas de salón, a las empresas de requetediseño, a las severas esteticiennes, a todos aquellos que quieren imponernos lo que se llama buen-dorado-gusto. Pero en este escenario donde la construcción se ha comido los morales y sus frutos, donde los ladrillos llegan hasta el mar y la espuma del mar es oxidada y aceitosa, nadie quieres escuchar que somos una sociedad kitsch.

            Tal vez la regla general debería ser un silencio profundo cuando un amigo nos confiesa un problema, un hablar sereno cuando queremos saber lo que queremos. Pero en este escenario, en que no hay marco donde se pongan los límites del bien y el mal, nadamos en la abundancia plástica del sinsentido.

            Siempre admiré Portugal, su literatura, su humildad, los fados, la posibilidad de una revolución sin tiros, de nuevo su humildad. Nos debatimos entre ser como ellos o como los otros, los alemanes, los inventores de la palabra kitsch. Y seguimos obsesionados con que el crecimiento es la única solución para este invierno en que es ya una evidencia la calentura del clima. Mientras tanto pisa fuerte lo hortera y sus secuaces, llámese mayoría o como quiera, fraguados en las imágenes de líderes o lideresas que no saben mirar más allá de sus balcones situados en primera línea de playa. Hemos aprendido muy poco de la crisis.

            ¿Para cuándo dejaremos atrás la cultura del coche, la figuración excesiva de lo burgués, el miedo a ser nobles y sencillos, nobles como los materiales nobles, la madera por ejemplo? ¿Para cuándo dejaremos atrás esa disposición a ser la gran discoteca de Europa mientras nuestras urbanizaciones de falso confort se comen huertas de vides, limoneros o cañaduces?  Ya no somos productores de nada, sólo de más abundancia vulgar, de más y más plástico irrompible, esa es la base de nuestro desmesurado infinito.

            Y, sin embargo, estamos bien. Creedlo: estamos bien, mucho mejor que una refugiada. Y, sin embargo, no queremos pronunciar palabras que nos comprometan a acuerdos por si acaso perdemos. Las nuevas izquierdas se enfrascan contra las antiguas como niños mimados y resentidos que no quieren perdonar a sus padres lo que sí disculparían a un tío-abuelo de derechas. Por favor, dejemos atrás el miedo de ser decentes y cariñosos, dejemos ese cinismo que venía incluido en nuestros autos de lujo y hagamos sencillamente un lugar donde los árboles y sus cobijos sean respetados, un lugar más allá del fuego y de las leyes que reinventan lo edificable para provecho de unos cuantos. Hagamos la sencillez y demos, de una vez por todas la espalda a lo kitsch. Sólo hay un problema: que consideremos que lo kitsch encierra belleza, entonces estamos perdidas.


La sencillez del hogar



domingo, 3 de enero de 2016

Mis hijos



Son mis hijos,
tenían 24 años cuando
me hice cargo de ellos.
Ella era ingenua, obsesiva, inteligente.
Él afectivo, más guapo de lo normal,
demasiado guapo para ser hombre, decían;
lloraba cuando veía películas de amor.
Ella es guapa,
lectores los dos,
unidos los dos en el silencio.
Él era ingenuo, obsesivo, inteligente;
creían que rozaban el pecado,
nada más alejado de la realidad.
Fueron creciendo,
se volvieron más exigentes
como todos los niños y las niñas
que no ven el horizonte.
Yo les di lo que pude,
aunque me hubiera gustado dárselo todo:
excelentes notas, belleza inmejorable,
éxito profesional.
No pude llegar más alto,
no me gustan las alturas.
Ya han madurado,
ella es una muchacha generosa,
él cocina con entrega.
Ya han madurado
y aún así no se cansan
de escuchar mis nanas.
¿Qué voy a hacer con ellos?
De mi heredaron el temor a hablar,
mis ojos,
las ganas de pasear por la calle de la seda.
A él no le puedo mandar a la compra,
se detiene en el puente
mirando a los niños jugar a la pelota.
Ella es hacendosa,
demasiado limpia
y tiene un orgullo…
Él sabe planchar,
reírse siempre,
a veces le da el pronto
y después se le pasa.
No se cansan nunca de oír mis palabras.
Y cuando llega la noche
apretados se duermen
en la oscuridad del mundo
que es tan grande, tan grande,
que les da miedo.
Entonces yo para tranquilizarlos
les digo:
-Buenas noches Príncipes de Maine,
Reyes de Nueva Inglaterra.