Y
sin embargo a nosotras nos encantaban los centros comerciales. Mi prima Kiki
deseaba que, cuando se muriera, esparcieran sus cenizas por la planta de
señoras del Corte Inglés, porque ella nunca respiró más tranquilidad ni más
libertad que en aquel establecimiento recién inaugurado en Málaga capital donde lo mismo nos podíamos tomar un sándwich mixto que comprarnos un traje de
novia para que los cuentos se cumplieran.
Mi prima Kiki era divertidísima y
pensaba de cosas de política muy distinto a nosotros, pero eso nunca fue obstáculo
para que la amáramos profundamente como si fuera un campo de lavanda que nos
enseñara a todas lo que es recibir el sol de la mañana y la luz de la noche. Era
presumida, rebelde sin saberlo, conservadora sin imaginar que sus costumbres no
lo eran y sabía amar como María Félix o Rita Haywhorh. Y sobre todo era nuestro
contacto en la ciudad, la que nos esperaba en la parada de la calle Hoyo de esparteros y nos llevaba lo mismo a comer churros que a comprarnos bragas. Era
la que nos regalaba sujetadores de encaje negro y a la que no se le podía decir: “Prima
que bonito reloj llevas” porque si no te lo daba. Era la generosidad en persona.
Y nos hinchábamos reír con ella, tenía
muy buen humor y era una mujer que se ganaba su sueldo, trabajaba en las
bodegas Larios poniéndole etiquetas a las botellas de ginebra y, además, era
coleccionista de vitolas. Para colmo tenía un amante con un ojo de cada color y
una vez hizo con mi madre una ensaladilla rusa con pescada que estaba
exquisita, en su punto.
Sabía todo sobre las cremas que te
tenías que echar en la cara, iba todas las semanas a la peluquería y tenía el pelo hermosamente rubio como sólo
ella podía tenerlo. Estéticamente era una chica como las que describe Carmen Martín Gaite en
su libro Usos amorosos de la posguerra,
una chica topolino. Una chica topolino contradictoria.
Con ella aprendí que el estado
democrático es también un teatro, y que debemos ser cuidadosos y no romper el
escenario ni las cortinas, que cada persona reserva en su alma los ideales
imposibles y los posibles y que aquí “cabemos todos o no cabe ni Dios”. También
me enseñó a ser seductora y a ponerme ligueros y, sorprendentemente, a pesar de
ir todos los sábados por la tarde a misa, me enseñó a no confesarme nunca con
los curas y a comulgar siempre, porque las mujeres siempre estamos libres de
pecado.
Era extraordinaria y algunas veces
enrojecía cuando alguien la miraba descaradamente. La timidez sería el signo de
nuestra familia y el miedo a ser humillados. Pero, en fin, teníamos la risa, la
capacidad de convertirnos en payasos y ante eso no podía resistirse nadie,
fuera como fuera. Y sobre todo teníamos una tarea inmensa, guardada
casi como un secreto, un llamamiento vocacional: la necesidad de sembrar allá
por donde pasáramos el embriagador perfume de la concordia.