domingo, 28 de febrero de 2016

La Goleora



         Contaba mi bisabuela, Josefa Teodora de la Santísima Trinidad, que había reído antes de nacer y que por eso practicaba la sabiduría cotidiana. Contaba ella que una vez hubo un hombre que tenía una mujer muy goleora, es decir que le gustaba estar pa arriba y pa abajo, y andarlo tó y curiosear por el mundo, y le dijo a su madre que se la llevara unos cuantos días a su casa a ver si la corregía. La suegra de dicha mujer se la llevó consigo para amaestrarla y en una ocasión le ordenó que se desnudara y que de esa guisa se pusieran a amasar. En esto que se escuchó ruido en la calle y la goleora salió a golifear desnuda y todo como estaba. “Chiquilla, ¿así en cueros vas a salir a la puerta?” Ella ni corta ni perezosa se puso un cacho de masa en el conejo y se fue a ver lo que pasaba, en esto que pasó un toro y, no se sabe cómo, acabó la goleora subida sobre sus lomos, y así se paseó por tó el pueblo y tó el mundo vio sus pechos extrabalancos y su cuerpo entero. La madre, un tanto divertida, le dijo a su hijo: “Pedro, tu mujer no tiene remedio, es más ya no creo que sea tu mujer, que la raptao el toro y se la ha llevao a ver mundo.” Pedro esa tarde, triste y melancólico, comió chocolate con pan frito y se fue a su casa a dormir solo por el resto de su vida.

         Así fue como nosotras aprendimos el mito de Europa y por eso somos tan europeístas. Nosotras estábamos deseando recibir todo lo que fuera nuevo y nos encantaban las extranjeras que nos enseñaron a hacer toples, estábamos contentísimas con eso de que no tendríamos que sacarnos el pasaporte para ir a Francia o Alemania o sabe Dios dónde, al menos si no podíamos salir por eso de la falta de dinero, veríamos llegar a las visitantes que vendrían de todos los países.

         No habíamos leído el artículo de Castilla del Pino titulado “Andalucía no existe”, pero ya se dibujaba en nuestro ser la voluntad de no existir únicamente para lo que se llama Andalucía, no estábamos dispuestas a encerrarnos en los límites que sociopolíticamente se consideran correctos, éramos ácratas. Éramos unas cosmopolitas de cuidado y se nos iban los ojos detrás de los marineros que desembarcaban en el puerto, también, por las tardes, nos poníamos a contemplar los aviones que pasaban sobre nuestras cabezas. No es que creyéramos en la huida, es que teníamos la certeza de que el estado natural del hombre y la mujer es la huida, el viaje sin fin, la eviterna.

         Así que todavía no habían llegado las baguettes a España y mi madre ya le enseñó al panadero cómo debería hacer las vienas sin migajón, y encandilada por lo otro y lo del más allá leíamos a Proust y el Cantar de los cantares que puedes leerlo en cualquier parte, también, algunas veces subíamos con mi padre a la Piedra de la Torre y desde allí divisábamos lo que se ha dado en llamar África, e incluso a un primo mío, apodado el Interplanetario, le venía chica la tierra y nos hablaba de Carl Sagan como si fuera de su familia.

         Es por eso que yo no creo en las fronteras, para mí son fluidas líneas que señalan la nada. Es por eso que todas las mujeres de mi casa nos confundimos y no sabemos distinguir unas carreras de otras, porque para nosotras sólo existe el mar, los río, las bellas montañas, los fructíferos valles y la voluntad de entenderse. Lo demás es baratija ideológica o mala fe administrativa o discriminación económica, pero esa es harina de otro costal, harina con la que la goleora haría masa para taparse el conejo y irse a la calle que, al fin y al cabo, es de todas.









domingo, 21 de febrero de 2016

Carnaval



Estamos en época en la que se lleva la transparencia. A mí me recuerda ese término a la famosa novela de Kundera La insoportable levedad del ser, a ese personaje que le aterra la idea de tener una casa toda de cristal donde se ve todo. Hoy en día que la idea de intimidad está tan infravalorada yo apuesto por el lenguaje secreto que crece en nuestro corazón cada vez que se pronuncia una palabra cuyo significado, además del convenido, despierta en nosotros toda una historia de experiencias y sensaciones que sólo a nosotros pertenece.

         ¡Ay! Estamos en tiempos de exhibicionismo y la detenida pausa, el deleite callado y la buena complicidad han perdido sitio en esta sociedad que se lleva darse a  pecho partido en las páginas de Facebook o Instagram. Nos comunicamos por fotos y creo, que hasta está desapareciendo las frases subordinadas porque eso supone ya  una complicación para nuestros cerebros acostumbrados a los breves eslóganes de la publicidad.

         Ya somos todos hiperactivos y estamos encadenados a las multitareas y tomar el thé se ha convertido en algo exquisito. ¿Por qué no enseñan a los niños a contemplar en los colegios?, ¿por qué no nos enseñan las ideas filosóficas de las grandes pensadoras que también existen? Esto del machismo es muy cansado y lo del micromachismo ya ni digamos. Es algo así como cazar mosquitos.

Debemos crear espacios para la meditación y la risa y que la risa no pertenezca a los de siempre: Hay que tener tiempo para formar una comparsa y que el campo de la gracia y el chiste no sea mayoritariamente masculino. Nosotras también sabemos reírnos y hacer crítica a través de las letras de los coros. El crítico literario Bajtin se equivocaba cuando analizaba el dialogismo en el carnaval: se olvidaba de las mujeres, de que las mujeres tenemos que tener tiempo para crear nuestros chascarrillos. Su dialogismo quedaba cojo porque se olvidaba de la mitad de la población.

         En estos días reivindico la máscara, la pausa de un baile que no nos hace movernos con música electrónica, la carcajada y la sonrisa. Sería un buen ejercicio saber hacer reír sin ridiculizar al otro, sin herirlo, sino haciéndolo participe de nuestro juego. Hay que ser cuidadosos con las palabras, tienen su peso específico, hay que buscar las tonadas amables y procurar la amistad. Estas pueden ser frases simples, pero ya va siendo hora de que seamos conscientes del mal que provocan los nombres cuajados de odio. Mientras no hablemos fortaleciendo el respeto viviremos en una sociedad desigual, ¿por qué no se enseña retórica en los colegios?, ¿por qué no se enseña de una vez perspectiva de género? Seríamos más felices y no necesitaríamos tanta máscara y viviríamos en un escenario donde se desvelaran los que quisieran desvelarse, no en un acuario donde estamos a expensas de las grandes multinacionales y de los psicólogos-conductores, en fin, esto pasa, entre otras cosas, porque se lleva, en vez de tratarnos como adultos considerando el bagaje que cada uno posee, se lleva, digo, el particionismo ilustrado. ¡Qué trabajo nos cuesta bajarnos de la tarima y hablar de usted a usted!



Salida de un baile de máscaras de José García Ramos






domingo, 14 de febrero de 2016

Avisar



         Mi abuela Aurora era una mujer bellísima, su estilo sobrepasaba el escenario de nuestra existencia y tenía una profunda noción de la elegancia. Además tenía un don especial con las plantas y hablaba de los claveles antiguos y de las rosas de terciopelo, de las aspidistras, los helechos verdes y los chilindros como si fueran sus hijos, también sabía lavar con pericia a los recién nacidos.

         Por las tardes, después de la comida, a la hora de la siesta, le salía su voz más sincera, nunca se engañó, y su compleja personalidad daba paso a la realidad más cierta. Me hablaba de lo bueno y lo malo y me avisaba de las cosas que en la vida podían hacerme daño. Posteriormente he encontrado ese concepto de “avisar” en teóricas del feminismo, ella no lo conocía por ninguna lectura sino que lo ejercía con el poder que da el saber de la experiencia. Y me avisaba de quiénes eran las gentes que podían herirme.

         Su existencia estuvo rodeada de tabúes y de la idea de perfección, a ella le debo que me empecine tanto en mis escritos, que los repase una y mil veces y que considere el tiempo de la corrección como una gimnasia digna para conseguir la excelencia.

         Podría decir de ella, por ejemplo,  que fue una víctima de la ausencia de perspectiva de género en la maldita guerra, pero todas las cosas serían vagamente vulgares frente a su ser aristocrático. Su nombre era hermosísimo y hondo; y vagaba por la casa leal a sus males, a su incapacidad de llorar porque ya había llorado bastante, atareada en sus exquisitas acciones que parecían inútiles y que, sin embargo, nos centraban en la verdad insoslayable de los actos. No había palabra acomodaticia, sólo nombres absolutos, verbos con la intensidad de un pozo.

         Ensimismada, valiente, elaboraba la versión que no sería versión sino verdad, inconformista en sus quejas, la vida pasaba sobre ella regalándole minutos eternos. No tenía fe en el género humano, afortunadamente contaba con la ternura que mi hermano, el más cariñoso de la familia, sabía darle. Juntas escribíamos los crismas en Navidad y discutíamos largo y tendido sobre lo que debíamos poner en cada tarjeta, ella se inclinaba por el contenido clásico, por las convencionales felicitaciones, yo quería innovar. No se creía las grandes frases, medía a los hombres y mujeres por sus hechos y desconfiaba de los que tenían buenas palabritas.

         Ayer soñé con ella, la veía en un chiringuito de Málaga comiendo chanquetes con ensaladilla de pimientos asaos y llevándose la servilleta de tela simplemente porque le había gustado el tacto y había olvidado desprenderse de ella. La veía rodeada de orquídeas diciéndome que era feliz y yo comprendía que era cierto porque estaba quitando las malas hierbas. Cada vez que cojo un taxi de madrugada, cada vez que evito un peligro, me acuerdo de sus consejos. Seré precavida, bueno, pero me enseñó a cuidarme. Luego escribo, leo y releo lo escrito para que se haga fácil lo que realmente es complicado: la sencillez. Y sé que la sencillez es una fuente clara.


         Y su cara hermosa, su piel extrablanca, me dice que ella es lo más cerca que he estado nunca de una princesa. O cada acción era excelente o no era, así, como un lirio, tiene que ser la página. Y mientras me examino a mí misma, me digo: “tú podías haber dado más, lo podías haber hecho mejor.” Y viene ella envuelta en amorcillos, resuelta como una buena amiga, diciéndome: “Ya está bien, Salvi. Ya está bien.” Entonces descanso porque, por fin, acaricio la precisión de la bondad.



Aurora Díaz Morales


Aurora Díaz Morales



domingo, 7 de febrero de 2016

Yira, yira



No querían que fuéramos a sus restaurantes, que camináramos con la seguridad del que tiene, al menos, una casa en propiedad, que las universidades estuvieran llenas de hijos de obreros. No querían que tuviéramos hermosas dentaduras, que tomáramos vino con las comidas. Eran ellos, los antiguos señoritos, que reciclaron sus parkas verde oliva y se sentaron viendo venir el fracaso. Nuestro fracaso. Y es que habíamos volado demasiado alto, eso decían. No como los bancos que permanecieron austeros y honrados, comedidos y sin tarjetas blacks.

            No querían lo posible, la izquierda que no teme hacerse cargo, coger las riendas. No querían lo posible, por eso, desvergonzados y a hurtadillas sonreían a lo imposible para tenernos divididos. Hacían guiños de cierta tolerancia graciosa y paternal a los que ellos creían que nunca iban a llegar. Por su parte los parvenus tomaron malas costumbres, se pusieron a aprenderse de memoria las añadas, a visitar escandalosamente romerías y ferias, a montar, ellos también, a caballo.

            Y los de hondo rencor no querían perdonar a nadie, frustrados en su dolor, más imaginativo que real, ladraban furibundos. Cada uno quería para sí un carruaje, el lugar de la individualidad infinita y caprichosa: los de siempre, los de toda la vida de Dios, los recién llegados, los resentidos. Cada uno quería el sortilegio de una vida sin nadie más a su alrededor.

            Pero había gente que lo estaba pasando mal de verdad, como si su cuerpo hubiera caído en un río revuelto y se ahogara mientras especialistas especialistísimos medían en estadísticas el impacto en la curva abstracta de no sé que invención, y televisiones privadas confundían a los jóvenes con dinerarias promesas enajenándolos. Y después vinieron los descalabros, los que caían, como muñecos de trapo, de la depurada escala social y se encontraban perdidos y sin asistencia.

            “¿Usted qué quiere ser persona problema o persona solución?”, decía el encargado de recursos humanos sin saber que le estaba dando voz al más atroz de los capitalismos. Y además estaban los mapas, las riadas de emigrantes en Calais, los diez mil niños perdidos.

            Y sobre todo estaba la infelicidad, la insatisfacción, desde el más alto al más pequeño, de los que necesitaban más espacio vital para sus  lujos, de los que consideraban que la plusvalía es un término anticuado como una calesa o un tilbury. Y, por cierto, están las mujeres que sólo son la mitad de la población, y la lluvia de pequeños insultos a lo diferente, esa lluvia insolente de ¡ay, yo no me he dado cuenta!

            Y por último está este mundo concreto, con sus océanos y sus cordilleras, atiborrado de  excursionistas que no limpian nada. Y entonces resulta que navegamos en la misma barca, y así sucede que, de pronto, tendremos que aprender a dialogar, y lo que es más difícil: a querernos, sabiendo a quién queremos, que ya no somos niños para creer en el romanticismo del primer amor. Pero, en fin, esa es nuestra tarea, si no nos convertiremos en Serpientes ciegas, como dice el título de la magnifica historieta escrita por Felipe Hernández Cava y dibujada por Bartolomé Seguí.




Buggy americano, algo tan rancio como la concupiscencia de un señorito que persigue a sus criadas.
A propósito, es interesante, aunque demasiado amable, el artículo del otro día de La Razón:
Los hijos ilegítimos de los "señoritos" levantan la voz