domingo, 24 de abril de 2016

KOKO

       

         Me gustan las historias ambiciosas construidas por mujeres sin miedo. Ana Belén Ramos ha conquistado el mundo y nos lo ha traído como una manzana lindamente natural para que lo degustemos.

Koko es una novela infantil para todos los lectores, yo desde aquí quiero regalarle una rosa roja y decir que es un libro buenísimo porque ella habla del País de los Grandes Sueños, sueños que no son para una sola, sueños que llegan mucho más lejos que las pesadillas; todos sabemos que las pesadillas tienen las patas muy cortas y que con la amistad podemos vencerlas.

       Hoy en día "nadie tiene ya grandes sueños, sólo pequeñas aspiraciones, deseos triviales." Hoy más que nunca hay que ser tiernamente utópicos.  


No quiero comparar a Ana Belén Ramos con nadie, porque es incomparable su bella novela con cualquier otra aunque hay ejes conocidos, y relecturas y eso que se llama intertextualidad, que aquí son guiños referenciales para que no perdamos el norte. Pero aún así todo es nuevo en su escritura, como una fresca granizada.

Así que esta historia de una niña rara, que pierde su colita y sale en su búsqueda, es un viaje hermoso por el mal y el bien.

Porque el mal existe y hay a quienes les gusta dar lecciones morales haciendo sufrir. Eso es un gran error, y los niños y las niñas deben saber defenderse frente a los malacaras que provocan el pavor, la contaminación y las ciudades sin ventanas, ciudades donde se pasan por el forro la idea de ciudadanía, con lo importante que es ese concepto para respirar como humanos.

Esta mañana de resaca después de tanto Cervantes me voy  a ir a plantar una semilla para que la realidad crezca bella alejada de aditivos, colorantes y otras basuras. Esta mañana les sugiero que pasen por la Feria del Libro de Córdoba y compren KOKO porque el Quijote ya lo tenemos casi todos en nuestras casas. Esta mañana es la hora de que la gran fantasía ecológica de la inteligente Ana Belén Ramos anide en nuestro acervo cultural y salgamos de la desidia de la Gran-Gran Crisis.

¡Ah! Y una cosa que no quiero olvidar: tengo el honor de que Ana Belén Ramos sea mi amiga y no es por eso por lo que hago una buena crítica sino porque su libro es cautivador y amarillo chillón. Felicito de paso a la ilustradora María González.

¡A leer y a salir del letargo de los deseos minúsculos! Algo maravilloso está a punto de ocurrir


Koko se puede encontrar en cualquier librería.






domingo, 17 de abril de 2016

Canal



               Podría escribir un artículo intelectualísimo sobre la obra de Javier Fernández: Canal, y ponerlo en relación con la bondad de Albert Camus y de Juan de Mairena, podría decir mil cosas sobre la perfección del poemario, sobre cómo está medido y remedido hasta alcanzar a mostrarnos que la belleza se cuela incluso entre los actos trágicos. Podría decir y decir, pero sólo lograría la nada. Javier Fernández se merece más que eso. Javier se merece la sencillez.

         Tengo que decir que he llorado con el poemario, que comprendí, por fin, lo que el escritor francés Stendhal decía sobre que su idea del estilo es el Código Civil; también podría compararlo con la objetividad de Clarice Lispector y lanzar grandes parrafadas sobre la eficacia verbal, también podría añadir algo sobre el sufrimiento en Simone Weil o la constante búsqueda de las fuentes en Derrida. Podría decir lo que dijo Marcel Raymond, en De Baudelaire al surrealismmo, a propósito de Valéry, y dijo que Valéry era un poeta hiperconsciente, un místico de una extraña especie. Y ya para culminar podría hacer una lectura comparada de Fragmentos del Narciso del propio Valéry y compararlo con la acción suprema del dolor: abrirse en canal.

         Pero es que he llorado con el poemario, desde el principio hasta el final, desde la dedicatoria al colofón. He llorado con esa delicadeza de libro donde las metáforas han desaparecido (sólo hay una), donde la confusión de la raíz de la palabra ha dado paso a un relato poético del sentir, de la pureza de sentir porque un hermano se te ha ahogado en el canal del Guadalmellato el 5 de Marzo de 1975, en Córdoba, y ese hecho desequilibra toda la vida.

         Las metáforas son un arma de quince mil filos y Javier Fernández ha querido limpiarnos de confusión y nos ha trasladado al sosiego del decir sin malabarismos. Los hechos, llanamente los hechos, y nada más, sólo los hechos objetivos pueden tranquilizar al doliente.

         Quisiera decir muchas más cosas, interesantes teorías sobre la expresión de la pena en los hombres, el arduo trabajo de llorar, pero creo que todo eso estaría de más porque lo verdaderamente cierto es que Canal debe de leerse, llanamente eso, leerse. Hay libros que una no debe dejar escapar si quiere encontrar la verdad del silencio, la paz de la hiperconsciencia.


Se presenta en la Feria del Libro de Córdoba el 22 de Abril de 2016 a las 20:00 en el Boulevar del Libro.








domingo, 10 de abril de 2016

Madre



¿O eran los otros los que no me aceptaban? Porque al principio toda caricia era natural procediese de donde procediese. Natural como el libro de mi querido Emilio Prados Río natural.

Así que un maestro llamó a mi madre para decirle que yo me creía alguien y ella le contestó que es que yo era alguien. También me decían marimacho porque montaba en bicicleta y me recorría toda Campanillas como si fuera un cohete. Viendo que nos teníamos que defender como fuera, mi madre cogió el bolso y nos fuimos a Málaga capital y nos dirigimos directamente a la librería Ibérica que estaba en calle Nueva y, resuelta, mi madre me dijo que escogiera el libro que yo quisiera.

Anduve entre las estanterías un buen rato, mientras mi madre conversaba con la dependienta, que se hizo muy amiga nuestra y sabía de mis gusto por la colección de Historias Selección de Bruguera, y sabía que me había leído ya Mujercitas de Louisa May Alcott y que no tragaba a Santa Teresa. Anduve y anduve hasta que un título me llamó la atención: En busca del tiempo perdido. Y es que yo consideraba que estaba perdiendo el tiempo en la escuela, en la vida. Mi madre le preguntó a la dependienta si era bueno y ella le dijo que sí, pero que no tenía ningún dibujo y, al fin y al cabo, yo tenía doce años. “Pero es que mi hija es como una bombilla, ella tiene su luz y nadie le puede ni quitar ni poner watios porque si no se para y no quiere seguir funcionando. Conque nos lo llevamos.”

Así fue como cayó en mis manos la solución para todas mis heridas y encontré a gente fascinante con la que quería relacionarme, gente exquisita y gente cruel, también, pero que utilizaba la palabra hasta unos límites que yo no podía ni imaginar. Y decidí convertirme en un personaje de Proust, también empecé a comer mejor, sobre todo bollería, concretamente magdalenas.

Y nuestra tarea era inmensa, mi madre colaboró para construirme una personalidad con la que pudiera nadar sin ahogarme: me hizo trajes del siglo XVIII, deliciosos chalecos y camisas con chorreras y vestidos de terciopelo; tenía que acostumbrarme a mi cuerpo y a mi destino, así que yo debía estar preparada elegantemente para el día en que me llegara la oportunidad de desarrollar mis cualidades.

Íbamos a las tiendas, observábamos los trajes, analizábamos los escaparates en domingo para que no tuviéramos la tentación de comprar y me hizo unos vaqueros con la tela de la ropa que trajo mi tío Pepe Jiménez del servicio militar, de la marina. Así que mi ser confuso se construyó cercano a la belleza y le sacaba los patrones de la revista de costura Burda y participamos en la construcción de mi vestuario y esperábamos, seguras, el día en que no le molestara a nadie tener una lesbiana tan sofisticada como yo en el barrio, pero ahora, claro, me había dado los instrumentos para saberme defender.

Así que empecé a escribir sin parar y le leía todo lo que hacía a mi madre mientras ella cosía prendas de seda o villelita, con lazos y botones singulares. Y mi hermano aprendió a planchar con mi abuelo Paco el sastre, el padre de mi padre, y mi prima Pepi Díaz le ayudó a hacer una capa con forro escarlata y hacíamos pases de modelos en el salón de mi casa. Y escribí una obra de teatro en la que todos eran protagonistas, en la que no había nadie secundario.


         Y esa costumbre sigue en nuestro ser, hoy me ha mandado mi madre un mensaje desde Lloré de Más, que ha ido con el Inserso, en la hermosa Cataluña, y me ha dicho que me está haciendo una rebeca en tres tonos diferentes de fucsia con adornos en blanco, como la inocencia de las niñas que sufren todavía en los colegios por ser diferentes.


Agustina López Díaz con su hija.






domingo, 3 de abril de 2016

Religión



             Mi tía Paca era monja, hermana de la orden San Vicente de Paul, y venía a vernos cada cuatro años, eso fue al final, porque estuvo mucho tiempo sin venir ocupada como estaba en sus misiones, allá en México.

         Mi familia no ha sido nunca especialmente religiosa ni hemos creído fervientemente en santos, nos acompaña un escepticismo que yo siempre he considerado muy sano, pero cuando ella venía la acompañábamos a misa y nos vestíamos de domingo y teníamos la esperanza de que nadie le dijera que no éramos asiduos de la iglesia.

         Lo que me gustaba de ella era su acento mejicano y cómo contaba las historias, tenía ese rasgo común a todos nosotros de divertir al público a través de la palabra. Cada vez que narraba una anécdota hacia una reverencia como si fuera una actriz y hubiera actuado para el respetable público.

         Le encantaba  McDonald´s  y atravesó toda América para ir a recoger unas ambulancias a Canadá, ella decía que llevaba alfileres en los bolsillos para defenderse. Engañó a su padre y le hizo firmar unos papeles en blanco que eran la autorización para meterse en la orden. Nos mandaba recortes de periódico donde salía junto a gente importante en México y nos enseñó lo que era el desodorante en roll-on, los secadores de pelo para hacerte bucles y la ópera. Ella fue la que me dijo que no sólo se podía escuchar a Manolo Escobar y me regaló Carmen de Bizet.

         Con ella descubrí lo hermoso que es el Libro de las horas y algunas veces rezabamos juntos el rosario para que no se metiera sola en su cuarto a hablar como las locas. Siempre que rezábamos, mi hermano, que ha sido siempre hombre práctico, se quedaba dormido. 

                  Cuando voy a la Mezquita de Córdoba a escuchar misa, porque me pide el cuerpo un poquitín, sólo un poquitín, de misticismo y de hostia, me acuerdo de ella, del día en que fui a Málaga a acompañarla a la Iglesia Stella Maris, que está en la Alameda Principal, y el cura empezó un discurso ofensivo, tajante y obcecado sobre como los afeminados no entrarán en el reino de los cielos. Al salir del templo me caí escaleras abajo porque no podía yo con el peso de mi lesbianismo y el delirio de mi ocultamiento. Estaba claro: yo no me aceptaba a mí misma como lesbiana.

         Mi tía era divertidísima, fue otra de nuestra estirpe que se fue sin avisar y regresó cuando menos se la esperaba. Su habla mejicana ha hecho que yo me lea a todo Octavio Paz, Juan Rulfo, Sor Juana Inés de la Cruz y Elena Garro. Con ella aprendí que los seres humanos tenemos mil caras y cada una de ella está poblada de pequeños detalles. Gracias a ella nos hemos reído sin parar, sus representaciones eran impagables y siempre mostró una rebeldía digna de una adolescente. No comprendía a las monjas contemplativas y su voluntad era siempre hacer, hacer y hacer. Quiso llevarme con ella para que estudiara medicina en Estados Unidos y, afortunadamente, mi padre, que también se quedaba dormido en cuanto tenía un problema, le dijo entre sueños que  no.

         Hoy la recuerdo con cariño, la veo tomando una copita de vino después de que mi hermano insistiera mucho para convencerla, la veo amasando con nosotras para hacer borrachuelos, la veo junto a su madre, mi bisabuela Josefa Teodora de la Santísima Trinidad; la veo discutiendo con mi abuela Aurora, cuando le pedía que perdonara a su marido del que estaba separada, y mi abuela le contestaba que ella no sabía de hombres, la veo sorprendida cuando mi hermano, después de haberle servido el Málaga Virgen y habérselo bebido, le decía que iba a llamar a su superiora y le iba a decir que en el barrio de Campanillas había una monja borrachilla.


Sor Emilia Díaz Morales era su nombre profesional, pero nosotros le llamábamos simplemente Tita Paca