domingo, 19 de junio de 2016

Cómo nos hablamos



           Entre el remolino y la muerte tiene que haber un punto intermedio, un momento en que dejemos de pisarnos, en que la voluntad de ser humanos sea nuestro gran desafío. Hoy estoy cabreada porque he perdido un libro, me durará poco, el tiempo justo de encontrar una amiga y tomarme una cerveza, el momento en que pase de ese saber que hemos llenado de supremacía y que alcanzamos en la soledad a ese otro aprendizaje que se da en la calle y en el instante en que hemos  decidido sacudirnos el tedio. No hay que hacer de menos ese saber callejero, que se da en las olas del habla y que nos lleva y nos trae y que, de pronto, decidimos deshacernos de teorías para brindar por la amistad.

         ¿Por qué no brindan ellos?, ¿por qué quieren que llamemos belleza a lo que no tiene belleza?, ¿por qué salpicamos de alzamientos de voz nuestros diálogos o de ironía que raja como una medusa? Nuestros políticos, ellos, saben lo que están haciendo: llevarnos de la jarana de autovías y aeropuertos a una música mansa, pesada y aburrida. Ya han pactado, todos han decidido aletargarnos, llenar nuestros oídos con la anestesia de la no-sinceridad.

         Y eso pasa por no querer mirarnos en el espejo y reconocer, objetivamente, nuestras faltas; somos muy modernos, se quiere construir sobre cimientos de gelatina antes de otorgar una mirada de verdad a nuestro pasado. No doblamos el codo, parecemos muñequitos tiesos, gente que quiere crecer sin errores. Hemos crecido mucho, sí, nuestras playas están invadidas, nuestros corazones se vuelcan en la autoayuda o en la apariencia de lectura que nos han acomodado para que no nos esforcemos. Para no pensar.

         Y todo por no mirarnos en un espejo, por no hacer autocrítica, así vamos hacia adelante, siguiendo la imparable línea del progreso sin querer conocer seriamente lo que de verdad somos: pobres hombres y mujeres, hambrientos seres que un día quisimos complacer, y para complacer creímos que lo mejor era TENER antes que agrandar nuestro corazón con amor.

         Nos falta cariño, esta democracia está necesitada de que aprendamos a abordar tranquilamente nuestra eterna adolescencia. Lo de las corbatas, que se las pongan o no, es un hecho ya insignificante mientras no sepamos dirigirnos al otro con el respeto de la inteligencia, con la delicadeza de un tono que lleve a la construcción de algo que no sea un rascacielos o una urbanización perdida, algo así como la paz de un jardín donde crezcan las buenas intenciones y los espejillos nocturnos de las luciérnagas.

            No nos engañemos, ya han pactado. Mantienen un pacto tácito y ancestral: hablar sólo 26 segundos sobre violencia machista.



Speculum









domingo, 12 de junio de 2016

A la pintora



         Estaba haciendo una ensalada de naranja y bacalao, con patatas y aceitunas, y con un poquito de cebollino, también le eché aceite de oliva, cuando me acordé de mi amiga Cristina Cañamero, pintora ella. Entonces decidí ir a verla a la Biblioteca Central de Córdoba donde está dibujando personajes fantásticos en sus paredes blancas.

         Y me la encontré allí, con su mirada de náufraga volcada sobre su creación impactante y a la vez serena. Ella, que es pequeña como una niña y que se sabe canciones de memoria y que nos las dice en la noche cuando, alguna vez, se escapa de su trabajo.

         Cristina es laboriosa y se merece todo lo bueno que le pase, tiene un sentido de la perfección y del deber que le hace parecer una joven asceta y su cuerpo acoge todas las líneas del mundo. Yo la admiro.

Ella y su sentido de la proporcionalidad, el vigor de las figuras, es un espectáculo verla dibujar, es una suerte su risa. Y es una suerte que se dignara ilustrar mi cuento Landa y el País de la Sencillez.


         Y quiero nombrarla, dar prueba de mi confianza en ella y de mi respeto por su trabajo, que espero que se reconozca con una fiesta digna de su genio. Brindamos por Cristina mientras buscábamos el sosiego, y prometimos, que nadie nos desviaría de nuestro empeño por no salirnos nunca del campo de los matices, porque eso es lo verdaderamente humano, esa es la fuente.

Cristina Cañamero


Con mi amiga









domingo, 5 de junio de 2016

Lisboa



           Creo que todos los españoles deberíamos ir, por lo menos una vez, a Lisboa, para curarnos de nuestra entonación bronca y de nuestra soberbia. Y tendríamos que detenernos en la Plaza del Comercio y visitar el mirador de San Pedro Alcántara y pasear por su exquisita feria del libro, en el parque Eduardo VII,  desde donde se ve caer la tarde como si el horizonte tuviera la voz de Ana Moura.

         La luz de Lisboa nace en los poema de Sophia de Mello Breyner y no podemos estar más de acuerdo con ella cuando dice: “Conheço todo à força de nâo ser.” Esa es mi voluntad: no ser de nadie, no ser de un país, no ser estricta y tajante, ser vecina de Portugal, admirar el tono de sus palabras envueltas en Atlántico y humildad.

         Todos nuestros estudiantes deberían conocer lo que significa ser muchos en uno como lo demostró Pessoa con sus escritos. Todos deberíamos saber llorar en portugués porque allí las lágrimas son más razonables, y todos deberíamos comprender que lo que une a las gentes no son las líneas de alta velocidad sino la voluntad de hablarnos lentamente y gesticular lo necesario para asomarnos al balcón del otro. Y en los colegios, mientras tanto, me gustaría que se leyera la obra de Unamuno Por tierras de Portugal y de España.

         Estoy convencida de que tomar vinho verde mientras se leen los sonetos de Florbela Espanca cura el alma y la llena de suavidad. Creo que los médicos de aquí deberían intentar parecerse a Miguel Torga, o al recuerdo de Fernando Namora, o al recuerdo de la delicadeza de Filipa de Coímbra y su saber buscarse su lugar entre la libertad y la contemplación.

         Todos los españoles deberíamos tener un amigo o una amiga en Portugal y cartearnos como se hacía antes, con sello y papel, y gozar de la amistad como se goza del viento cuando te acaricia lleno de azul y de la voz del fadista António Zambujo.

         Vayamos a aprender humanidad a Lisboa, vayamos con respeto a visitar sus saberes, y dejemos que la musicalidad de su lengua nos bañe y nos llene de amor por el decir bajito, sin voces, ahora que tanto lo necesitamos.




Aprendiendo en Lisboa