No
es lo mismo ser tocaor que guitarrista. El guitarrista conlleva en sus
ejercicios un área de vanidad que se derrama en sus conciertos con la natural
osadía de los protagonistas. En cambio el tocaor, y no digamos ya la tocaora,
tiene que jugar dialécticamente con la voz a la que acompaña, ahí su arte busca
la sincronía, la creación de la belleza plural.
En literatura, la modernidad se ha
caracterizado por un decir tajante que lleva hasta posiciones, llamémoslas, de
crueldad. El discurso supremo fue el Ulises
de James Joyce y de ahí se ha pasado a las paridas del ego que nos han dado la
gana. No se ha construido con otros, se ha construido para dejar una unicidad
en primer plano, una individualidad exigente y que subyuga. De ahí que los jóvenes
hayan querido, por imitación, dejar su parrafada gloriosa e inentendible.
Hoy lo hermoso sería crear con la
intención de que la calidad vaya unida a la falta de egocentrismo. Eso es difícil,
supone bucear en la historia y convencerse, también, de que nuestra civilización
es una de tantas y de que Bruselas sólo es una región nebulosa desde donde surgen
directivas que no quieren enraizarse con lo humano.
He contemplado mucho el existir de los
habitantes de esa ciudad, recuerdo a una mujer, mi vecina de enfrente, que me
saludaba cada vez que me veía en la cocina. Nunca llegamos a hablarnos, era ya
muy mayor, no salía, sólo recuerdo su gesto, su sonrisa y su pelo gris. Era
como una sirena anclada ya en los recuerdos para siempre, una sirena que no tenía
a quién contarle sus hazañas. Era un verso suelto que se negaba a permanecer varada
y desde su ventana me avisaba del oleaje que hace sucumbir a las mujeres en la
travesía de la vida. Yo sabía que un día llegaría a ser como ella, ella sabía
que ya nunca llegaría a ser como yo.
Lo mejor del arte es compartir el gusto
por cantar, eso lo saben bien los flamencos y la gente que compone poemas de
amor a esta altura de siglo. Lo peor del arte es atrincherarse en el solipsismo.
Se dispone en Europa de un arte que se figura a sí mismo como el centro natural
de la vida y se dispone fuera de la cosa pública y de una reflexión sobre las
leyes que nos afecta, por ejemplo la Ley de Procedimiento Administrativo. Creo
que si conociéramos ese decir jurídico por el que nos relacionamos con lo
institucional nuestra literatura dejaría de ser una instancia sublime hacia los
campos del egotismo y podría enorgullecerse de tocar otros palos fuera del mí,
me, conmigo. También escucharíamos otras voces, como las de aquellas, decían, pérfidas
sirenas, que un día u otro se hacen viejas y nadie ha tenido en cuenta su canto.
Lo que se dice para el arte, puede
extrapolarse a la política. Hay que dejar que surja la sinfonía de lo decible. Pero
hay gentes que no sirven ni para tomar cervezas, y puede que actúen como
aguerridos marineros que no se quieren exponer a la seducción de las palabras,
mientras el desencanto nos acoge como una cuna donde guardamos la pereza del
adulto que no quiere ser adulto y comprometerse. En fin, que estamos rodeadas
de solistas que esperan un sonoro aplauso y nada más, solistas que desprecian
las voces de las sirenas, su cantar acompañado por el rumor de las ondas y el
fluir del agua que apacigua.