domingo, 25 de septiembre de 2016

Varar



         No es lo mismo ser tocaor que guitarrista. El guitarrista conlleva en sus ejercicios un área de vanidad que se derrama en sus conciertos con la natural osadía de los protagonistas. En cambio el tocaor, y no digamos ya la tocaora, tiene que jugar dialécticamente con la voz a la que acompaña, ahí su arte busca la sincronía, la creación de la belleza plural.

         En literatura, la modernidad se ha caracterizado por un decir tajante que lleva hasta posiciones, llamémoslas, de crueldad. El discurso supremo fue el Ulises de James Joyce y de ahí se ha pasado a las paridas del ego que nos han dado la gana. No se ha construido con otros, se ha construido para dejar una unicidad en primer plano, una individualidad exigente y que subyuga. De ahí que los jóvenes hayan querido, por imitación, dejar su parrafada gloriosa e inentendible.

         Hoy lo hermoso sería crear con la intención de que la calidad vaya unida a la falta de egocentrismo. Eso es difícil, supone bucear en la historia y convencerse, también, de que nuestra civilización es una de tantas y de que Bruselas sólo es una región nebulosa desde donde surgen directivas que no quieren enraizarse con lo humano.

         He contemplado mucho el existir de los habitantes de esa ciudad, recuerdo a una mujer, mi vecina de enfrente, que me saludaba cada vez que me veía en la cocina. Nunca llegamos a hablarnos, era ya muy mayor, no salía, sólo recuerdo su gesto, su sonrisa y su pelo gris. Era como una sirena anclada ya en los recuerdos para siempre, una sirena que no tenía a quién contarle sus hazañas. Era un verso suelto que se negaba a permanecer varada y desde su ventana me avisaba del oleaje que hace sucumbir a las mujeres en la travesía de la vida. Yo sabía que un día llegaría a ser como ella, ella sabía que ya nunca llegaría a ser como yo.

         Lo mejor del arte es compartir el gusto por cantar, eso lo saben bien los flamencos y la gente que compone poemas de amor a esta altura de siglo. Lo peor del arte es atrincherarse en el solipsismo. Se dispone en Europa de un arte que se figura a sí mismo como el centro natural de la vida y se dispone fuera de la cosa pública y de una reflexión sobre las leyes que nos afecta, por ejemplo la Ley de Procedimiento Administrativo. Creo que si conociéramos ese decir jurídico por el que nos relacionamos con lo institucional nuestra literatura dejaría de ser una instancia sublime hacia los campos del egotismo y podría enorgullecerse de tocar otros palos fuera del mí, me, conmigo. También escucharíamos otras voces, como las de aquellas, decían, pérfidas sirenas, que un día u otro se hacen viejas y nadie ha tenido en cuenta su canto.

         Lo que se dice para el arte, puede extrapolarse a la política. Hay que dejar que surja la sinfonía de lo decible. Pero hay gentes que no sirven ni para tomar cervezas, y puede que actúen como aguerridos marineros que no se quieren exponer a la seducción de las palabras, mientras el desencanto nos acoge como una cuna donde guardamos la pereza del adulto que no quiere ser adulto y comprometerse. En fin, que estamos rodeadas de solistas que esperan un sonoro aplauso y nada más, solistas que desprecian las voces de las sirenas, su cantar acompañado por el rumor de las ondas y el fluir del agua que apacigua.







         

domingo, 18 de septiembre de 2016

La armadura



         Y piensa una: ya que todos los días no pueden ser distintos, al menos que sean iguales. Que no haya sobresaltos, que el fresco y el olor a tierra mojada se apoderen de los deseos de diversidad, que la música sin palabras nos regale la paz cotidiana y que el descanso sea efectivo.

         Iguales para todas, sin importar nuestro sitio en el mapa. Iguales en respeto. Pero, ¡ay!, siempre viene alguien a desordenar la estancia y nos tenemos que enfrentar a algún energúmeno de salón, que se ha apropiado de lo que le interesaba del feminismo para su propio provecho y sigue, sin embargo, alimentando las formas desagradables de la vida.

         Las costumbres se han hecho más llevaderas y hoy en día los seres podemos andar con más libertad en nuestras vestimentas, hasta los hombres visten camisas rosa, eso en mi infancia no era posible.

         Pues bien, ya que han adquirido nuevas elegancias y cremas por qué no asumir de una vez nuevas delicadezas, así seríamos todos más felices. Pero los prejuicios y la comodidad, el ansia de posesión y el estar todo el día compitiendo los envara en trajes de hierro que a todos nos perjudica. Son los luchadores  aprovechados de la contra-equidad.

         Después están los chistes, esas bromas sin gracia que perpetúan la risa cruel: los homófobos finos, los patriotas esenciales, los machistillas hirientes como la esgrima. Sujetos que propician la risa contra lo distinto, la risa para humillar.

         Y si nos sentamos todos en corro, como cuando éramos chicos, no podemos jugar con alegría porque las desigualdades son tantas que es difícil defenderse del habla brutal. Y de esta cosecha surgen las espigas de lo político y es por eso que necesitamos que la falsedad deje de alimentar lo cotidiano, que no sea la danza o el agua donde nadamos después de regresar de la inmensa feria del consumo, el pelotazo y el blanqueo de dinero.

         Yo así no me subo en los cacharritos, no distraigo mis horas en esa solemnidad vacua, mientras en los barrios periféricos de nuestras macrociudades unifamiliares se recoge la basura con desgana porque hasta allí no llegan los turistas.

Me gustaría que apostáramos por la tranquilidad en la mirada, por eliminar gestos agraviantes, por civilizar nuestra habla, si no lo hacemos seguiremos viviendo, incómodos, en los huracanes de una existencia que lleva consigo la opacidad del morbo y la saliva de lo salvaje que se apodera de nuestros decires.

         Hay que buscar las cintas de la claridad y, con esas cintas, hacer cestos donde guardemos, ardientes, la vida y la dignidad para nuestra democracia. La coraza de los malos modales hay que desterrarla ya, busquemos unos planes de amabilidad que nos lleven a lo que verdaderamente necesitamos: una revolución lingüística. Que la palabra sea la máxima acción de respeto, eso deberíamos cultivar. No es mucho decir, sólo otro estilo en el trato, y si alguna función tiene hoy en día lo intelectual es dibujar esas geografías para que no erremos, para no crecer sin rumbo por los lugares de la no-comodidad. De algo nos tiene que servir la dichosa zona de confort, al menos para tener tiempo para reflexionar, o ¿es que los eminentes economistas y los super-psicólogos pretenden que todos los habitantes de la Tierra vivamos en el alambre mientras ellos visitan palacios?

         Esta lucha dialéctica a la que llamamos diálogo debe ser de una vez despreciada, esa sería nuestra aportación, nuestra herencia a los que están por venir o a los adolescentes que imitan en sus juegos el tener siempre más.


         Hay que hablar más despacio y arrinconar las ocurrencias hirientes con nuestra no-sonrisa. Sólo si se produce un cambio lingüístico habremos llegado con éxito a una verdadera evolución moral. Y los días podrán ser todos iguales en calidad y respeto y, por fin, aprenderemos a escuchar.








domingo, 11 de septiembre de 2016

Tontura



               Feroces nacen las estrategias, quizás la más común es hacerse el tonto, pero corre el peligro, todo aquel que se denigra a sí mismo, de quedar acobardado en el rincón verdadero de los torpes, en sus beneficios. Esto es un gran obstáculo para la conversación pues sólo se toman los significados de las palabras a conveniencia y se hacen gestos de aparente ingenuidad. Ha llegado el tiempo de desertar de todas esas chifladuras si queremos que nuestros hijos no crezcan obstaculizados por el rencor, que al fin y cabo no es más que volver siempre sobre lo irresuelto. Lo no resuelto se aclara con humildad y un amor infinito al vivir.

         Así que hemos crecido y, admirados todos por la riqueza, copiamos los planes de enajenación de los seres que no andan para nada porque les supone demasiado esfuerzo salir de sus dominios lineales y urbanísticos. Frente a la redondez que propicia la charla en la plaza están la rectitud de los nuevos enclaves del progreso y las películas de miedo.

         Me imagino a Hannah Arendt y a María Zambrano buscando sus caminos en el exilio, despreciando a la vez los logros banales de la multitud y el ensimismamiento y me digo: deberíamos tenerlas más cerca, conocerlas más. La fiebre del ladrillo ha hecho de nosotros un país interminable llamado Globalización y, sin embargo, no estamos habitados por la generosidad de dejar un mejor futuro. Si eso llenara nuestro corazón trabajaríamos con más ganas en recrear un escenario en que cupiéramos sin molestarnos, esa sería nuestra herencia.


         No, no podemos hacernos los tontos, citar de nuevo a Cicerón, Lampedusa o el manido Churchill. Sólo abriendo la ventanilla de nuevas lecturas creceremos, y es que la primera función del lenguaje es hacernos crecer, comunicar se conjuga con el crecimiento interior. Les propongo, Señorias, que busquen nuevas fuentes para elaborar una plácida perspectiva que nos procure más felicidad para nuestras hijas. Tal vez si tenemos eso en mente podremos dejar de tontear.









domingo, 4 de septiembre de 2016

Oralidad



         Sí, oradoras. Necesitamos oradoras en el Congreso que nos encaminen hasta el campo semántico de los cuidados. Necesitamos de una nueva oralidad, de una forma de decir respetuosa con la inteligencia de los oyentes, necesitamos acostumbrarnos a trazar senderos que nos saquen del lío del discurso publicitario. Oradoras diestras que profesen un inmenso amor por la palabra.


Habla Amelia Valcárcel en su libro Ética para un mundo global y dice que “Lo único que distingue a los términos morales de las exclamaciones es que, al proferirlos, los dotamos de una especial seriedad y urgencia, tal como señaló Stevenson. Simplemente al usarlos ponemos más énfasis, pero todo el mundo está en el secreto: lo que con ellos se pretende y también lo que con ellos se consigue no es más que denotar una actitud por parte del hablante y crear una influencia en el que escucha. Es decir, no se apela a ninguna verdad que suponga una concepción compartida de lo bueno ni de la vida correcta. No la hay.
Por eso nunca hay verdaderas discusiones morales, debates con argumentos, sino meramente intercambio de exclamaciones, eso sí, serias y urgentes. Y por eso nunca nadie convence a nadie y todas las discusiones morales siempre quedan abiertas y en tablas.”

Perdonen ustedes esta larga cita, pero es que no encuentro otro refugio para comprender los tiempos modernos. Hoy hay que coger el hilo para destejer, para arreglar el embrollo; pero aquí no somos capaces de deshacer así como así. Tenemos que tener paciencia, un bien caro hoy día: tener tiempo.

Y la vida, mientras tanto pasa, azul y admirada, por nuestro lado, riéndose de nuestras pequeñas infamias y nuestros grandes fracasos. Y el mar, cada día más contaminado, se ha convertido en nuestro gran asidero de producción. Lo peor es el desencanto, el individualismo que trenza profundas soledades como depresiones montañosas, y esa frivolidad que se instala entre nosotros casi sin darnos cuenta.

Hace falta analizar esa forma de decir que acaricia la vulgaridad, tendremos que proponernos una cuidadosa manera de nombrar lejos del melodrama y el aspaviento, más cerca de la tranquilidad y el goce y, por supuesto, alejada de la violencia. Lo que no puede ser es que nos apresuren el ritmo, que ya estemos pensando en Navidad y que la ansiedad nos haga ver el presente como algo de lo que huir sin saborearlo. 

        Sin darnos cuenta, siguiendo las leyes del mercado, y subidos en coches de alta gama, y si no son de alta gama tienen el deseo de serlo, todos hemos salido huyendo de la verdad inquieta que suponía admitirnos como somos, así hemos construido caretas y caretas y caretas que nos niegan el deleite del viaje de la amistad mientras las leyes de dependencia las vacían de contenido. Le hemos dado la espalda al placer ambiguo de ser de carne y hueso. Y, cegadas, las consciencias se pierden en un laberinto de infinitos maquillajes. Agua, necesitamos el correr armonioso de los ríos transparentes, y el platicar sin ese cinismo que se nos ha incrustado en lo más hondo y no nos deja ser mixturados y brillantes



Pintura realizada por Ocaña, de la reciente exposición en la Diputación de Córdoba