domingo, 30 de octubre de 2016

La ballena



          Hay un ensayo de George Orwell, escrito en 1940, titulado Dentro de la ballena, en el que analiza la obra de Henry Miller, Trópico de Cáncer; más bien analiza la actitud vital del escritor durante aquellos años de entreguerras que se olía el belicismo y se respiraba la agresividad por venir. Fue en aquel tiempo en que apareció la novela sin miedo de Miller.

         En este ensayo de Orwel también habla del poeta Auden y de un verso de su poema Spain, el verso al que alude es este:
“La aceptación consciente de la culpa en el asesinato necesario.”
Y habla de la liviandad con la que trata la palabra “asesinato” dejando en evidencia su condición de ser amoral y de hombre poco tratado con las heridas reales.

         Es lo que mi abuela llamaba “gente que habla al peso”, sin medir el daño que pueden causar sus palabras. El lenguaje es un campo muy amplio donde se pueden escoger los mejores vocablos cuando se quiere construir con esperanza, y es un artilugio que solivianta cuando la lengua no se modera. Parece ser que estamos perdiendo la capacidad de hablar, que nos adherimos a las paredes del cinismo con una deportividad alucinante y que malgastamos nuestras fuerzas en asegurar discusiones alteradas.

         ¿Qué podemos conseguir con esto sino que los niños se echen a llorar y a los abuelos se les acelere el pulso y a nosotras, las personas de a pie, se nos rompa el corazón? Estamos en la duradera estación de la adolescencia permanente. Estoy segura de que así la llamaría Orwell mientras, entristecido, escribía su 1984 con esa imaginación portentosa que ve lo posible y lo imposible con la agudeza de quien reflexiona con valor, con el mismo valor que debe practicar todo novelista. Y no tener miedo a nada, ni tan siquiera al éxito.






domingo, 23 de octubre de 2016

Otoño



      
             Como una ciudad desdeñosa que despreciara su propia belleza se comportan muchas veces las personas y no quieren ser para lo que han nacido: para jugar. Así nos lo tienen demostrado los gatos y sus curiosidades o el andar recibidor de los perros.  

         Es entonces cuando otoñea el árbol de la palabra y de él caen los verbos no dichos, es entonces cuando nos acercamos a los límites espinosos de la inhumanidad. El poder del silencio es inmenso, ya lo describen Elias Canetti en La lengua absuelta o Dulce Chacón en La voz dormida. El silencio que mana de la fuente de cualquier opresión desdibuja al que quiere ser hablante configurándolo incluso con dolores físicos.

         Acojamos el juego de la democracia como una continua ola que habla al alma, que nos rinda en la orilla de la mudez únicamente cuando queramos descansar y, entonces, el silencio sea bienvenido como escenario para contemplar los rugosos troncos, las nubes algodonadas, porque ese sí es el silencio bello donde nos unimos con las raíces húmedas de la Tierra.

No seamos tan efectistas, que el peso del decir nos dibuje a cada una y que la mar, rotunda y azul, con su movimiento incansable, sirva de ejemplo de en qué debe consistir la conversa. No huyamos de ofrecer a nuestros conciudadanos lo mejor de nosotras mismas.

         Y es entonces cuando apetece pasear, descubrir pequeños tesoros, callejones de bienvenidas, fuentes a donde siempre se regresa, plazas donde aún juegan los niños,  estaciones de ferrocarriles donde los viejos ven partir los trenes con ilusión. Es decir, el sosiego. La mansa actividad que propicia la música y la lírica, el chascarrillo, el chiste, la pequeña reflexión con alguien que nos encontramos en la calle, el discurso político y su atril o la narración inmensa y aventurera de la que dice lo que quiere. Y entonces es cuando el otoño estalla con su luz menguada, pero tan querida.

         Y en esos paseos por la ciudad tranquila, llena de pronósticos de lluvia y de nuestras ropas variopintas porque no hallamos la temperatura idónea, alguna vez, yo lo he visto, ha pasado un ángel con su silencio sin ofensa.





domingo, 16 de octubre de 2016

Contemplación





       Siempre he admirado a la gente contemplativa, a aquellas personas que observan el casi invisible crecimiento de todo lo que nos rodea, ya sean animales, ya sean plantas, ya sea la marejada en un mar, el viento entre las cañadulces o el silencio en las áridas estepas. Hoy día, en esta cara del mundo, menospreciamos al que no va raudo al trabajo, a quien no se apura a media mañana, así que, por imitación, andamos deprisa buscando no se sabe bien qué.

         Habla Ramón Andrés en su libro Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente de cómo hemos ensalzado a Homero frente a Hesíodo; como hemos valorado más, según dice este autor, la espada que la espiga.

         Las políticas del cuidado siempre las hacemos de menos, siendo estas, sin embargo, las que sustentan nuestro mundo cotidiano. ¿Qué haríamos sin las personas que preparan la comida, las que limpian, las que ordenan el caos, las que evitan las guerras? Pero nada, no las mesuramos con la generosidad de la valentía diaria, una valentía sin grandes gestos, eso parece, pero constante en sus tareas. Unas funciones que no emergen en la pantalla del televisor, que no son noticias, pero que mantienen el vivir, el vivir estando presente cada momento para no dejar nunca de cuidar.

         Esas tareas, generalmente, son tareas calladas, diseminadas en nuestra cabeza llena de telediarios que nos regalan balances, Ibex 35 y estrategias de partidos. Esas tareas son un trabajo que no lo hacemos valer y que, muchas veces, queda oculto entre el sin fin de titulares, que nos arroban como a los niños de la censura les arrobaba el beso cortado en la película supuestamente espectacular.

         Sí, he unido el trabajo de la contemplación con las tareas de la casa porque en ambos hay un denominador común: apreciar las pequeñeces como si fueran obras de artes. Las miradas de las personas que limpian son matizadas, abarcan lo minúsculo y lo grande, teniendo una concepción de conjunto mucho más rica que aquel que va, cogido a su maletín, dispuesto a dejar su opinión de experto, en cualquier reunión apresurada, donde se decide sobre lo importante. No alcanzaremos nunca el detalle ni el valor de la vida si no le damos el lugar que merece a quienes hacen el desayuno, arreglan las habitaciones, cocinan el almuerzo y ya, cansadas, tiran la basura. Creo que deberíamos sentir curiosidad por sus formas de moverse, aprenderíamos mucho de ellas y desharíamos ya ese nudo de menosprecio hacia lo que, en el fondo, es un verdadero aprendizaje sobre la espera y sus filosofías.





domingo, 9 de octubre de 2016

Detalles y complementos









Las buenas intenciones
inundadas de rojo
y de belleza.
El día
y sus tinieblas
se llevan esa voz.
Al fin caen los instintos
y se refleja lo no dicho.
Llegamos a otra época
donde el sentido se afana
por la precisión:
El hombre no sabe qué hacer
con la paz y sus letargos.
Las almas huelen el delirio de la tierra,
a invierno.
La comodidad no está hecha
para la edad del hombre,
para sus fructíferas cóleras.
Y pensamos: Ahí vienen los amantes
con su fulgor.
Estamos en el lado de la luna
aterciopelada por pequeños terrores
e irresponsabilidad.
Y mientras,
en peligro,
las amas de casa
tapan el fuego,
la necesidad de existir,
de llevar,
de ir.
Limaduras cálidas como las propiedades
autónomas
que piden el sacrificio
a la sombra,
abanicándose,
desconsoladas
porque no tienen todas las presencias
siempre.
Y entonces, desde lo más alto,
cae un mendrugo,
y el hombre, genérico, dicen, y asustado
no sabe qué hacer con la paz.



domingo, 2 de octubre de 2016

Pudor



¡Uf!

         Creo que no debemos engañarnos. No. Otra vez no, como cuando nos engatusaban con la idea de prosperar y las ambiciones sólo generaban nuevas ambiciones. No, que nadie se equivoque, esto no provocará una catarsis, simplemente porque no se ha cosechado en los campos de la verdad de las tragedias sino en las eras de la picaresca.

         Y nos llevan y nos traen, y nos llevan y nos traen por las trochas difíciles del caos y la mala educación. Llevan años de espaldas a la realidad porque nunca han querido escuchar nada fuera de su prepotencia; sí, esa palabra se hizo célebre para referirse a ellos que buscaban lo universal y complacer a la mayoría mientras bajábamos el listón de todo: de las artes y de las casas de comida, de la política y de las estadísticas que podían medir sinceramente cuáles son los padeceres de la ciudadanía.

         El lenguaje de lo belicoso se está usando con profusión y se habla de puñaladas traperas, de guerra entre hermanos, de golpe de estado. Se consideran demasiado grandes para utilizar palabras humildes. Y desde aquí leo La Grecia antigua contra la violencia de Jacqueline de Romilly donde describe cómo los hombres “desgarrados por las discrepancias” recibieron de Zeus algo que constituyó su “salvación y su fuerza”, es decir: el pudor y la justicia. Pues bien, estos socialdemócratas han perdido el anhelo por estos instrumentos y han ganado la incapacidad absoluta de hacer cualquier autocrítica. Así, que no nos extrañe que salgan de su sede abrazados y heridos, resacosos y con la mirada perdida, cobijados en la capa del cinismo y el humor soez, una capa heredada  de un abuelo cascarrabias que no se cansa de chinchar ni de mirarnos por encima del hombro, un humor que no provoca risa.  Pero ya no, ya nada será lo mismo, todos sabemos que la confianza es una flor que requiere tiempo para madurar. Y la suavidad de la sintaxis, para que se reponga, requiere menos celeridad, mucha menos celeridad.