Cuando me encontraba a Carmen López
Román, la Carmelilla, en alguna manifestación y empezaba a caer la noche con su
primer frío, la miraba de reojo y le decía guiñándole con picardía: “¡Hay que
ver Carmen el éxito que tienes con las mujeres!” Ella me respondía ajustándose
la gorra y sonriéndome con pudor.
Ella era una persona tímida, nadie sabe
exactamente la magnitud de sus sentimientos que a la vez eran sus ideas, nadie
podía abarcarla y, rebeldemente, se defendía de cualquier lazo y paseaba por la
ciudad con su andar socrático y sus enfados y su valor, y nos la podíamos
encontrar en cualquier calle con sus maneras apasionadas y su valentía a
cuestas.
A las dos nos gustaba el lujo y por eso
quedábamos en algún hotel caro a tomar una copa y a hacer como que escuchábamos
el piano mientras hablábamos despacio o, simplemente, guardábamos silencio. Y
las dos estábamos de acuerdo en que el lujo hay que repartirlo.
Se nos ha ido un día de los Santos
Inocentes, nos ha gastado una broma enorme para que todas nos hablemos y seamos
más sororas. Ha sido en un atardecer
dorado como su pelo, como su rostro iluminado por la pantalla de su ordenador
cuando Lola Cano se la ha encontrado, rodeada de sus cosas, sus libros,
trabajando sin darse cuenta de que se había muerto. Y siguió allí, en la misma
postura con su brasero puesto, dale que dale vueltas a la escritura. Porque
ella era una mujer de matices y espero que todas comprendamos que siempre
construía desde tu acera sin enfrentarse y cuando decidía enfrentarse lo hacía
como las buenas actrices: escandalosamente. Era más exagerada que Chabela Vargas y sabía
llorar mejor que ella y de pronto era feliz, plenamente feliz, porque se le
ocurría la idea de que teníamos que montar una chirigota.
Tenía la esmerada educación de la
antigua gente de campo y la creatividad popular y desbordante de una juglaresa.
Imaginativa, nunca se detenía, sobre su mesa estaba El manual de las mujeres de la limpieza de Lucia Berlín, ningún
texto feminista se le resistía. Un poco más alejado, en el centro de la mesa El cuento de nunca acabar de Carmen
Martín Gaite como si adivinara que la llevaremos siempre en nuestras
conversaciones y que brindaremos con ella sin parar. Y el tercer libro que
acababa de hojear era otro ensayo: Los
países invisibles de Eduardo Lalo.
Y
ella se ha ido dejándonos a todas con las palabras en la boca, con la necesidad
de hablarnos para poder reconstruir el puzzle de su personalidad. Y en este
duelo hemos charlado y averiguado aún más sus vivas costumbres. Y todas les
estamos agradecidas porque nos ha dejado una gran herencia: que seamos todavía más amigas entre nosotras.
Ese es su legado.
Ese
y su escritura. Brindaremos por ella.