domingo, 1 de enero de 2017

Carmela López Román, La Carmelilla



         Cuando me encontraba a Carmen López Román, la Carmelilla, en alguna manifestación y empezaba a caer la noche con su primer frío, la miraba de reojo y le decía guiñándole con picardía: “¡Hay que ver Carmen el éxito que tienes con las mujeres!” Ella me respondía ajustándose la gorra y sonriéndome con pudor.

         Ella era una persona tímida, nadie sabe exactamente la magnitud de sus sentimientos que a la vez eran sus ideas, nadie podía abarcarla y, rebeldemente, se defendía de cualquier lazo y paseaba por la ciudad con su andar socrático y sus enfados y su valor, y nos la podíamos encontrar en cualquier calle con sus maneras apasionadas y su valentía a cuestas.

         A las dos nos gustaba el lujo y por eso quedábamos en algún hotel caro a tomar una copa y a hacer como que escuchábamos el piano mientras hablábamos despacio o, simplemente, guardábamos silencio. Y las dos estábamos de acuerdo en que el lujo hay que repartirlo.

         Se nos ha ido un día de los Santos Inocentes, nos ha gastado una broma enorme para que todas nos hablemos y seamos más sororas.  Ha sido en un atardecer dorado como su pelo, como su rostro iluminado por la pantalla de su ordenador cuando Lola Cano se la ha encontrado, rodeada de sus cosas, sus libros, trabajando sin darse cuenta de que se había muerto. Y siguió allí, en la misma postura con su brasero puesto, dale que dale vueltas a la escritura. Porque ella era una mujer de matices y espero que todas comprendamos que siempre construía desde tu acera sin enfrentarse y cuando decidía enfrentarse lo hacía como las buenas actrices: escandalosamente.  Era más exagerada que Chabela Vargas y sabía llorar mejor que ella y de pronto era feliz, plenamente feliz, porque se le ocurría la idea de que teníamos que montar una chirigota.

         Tenía la esmerada educación de la antigua gente de campo y la creatividad  popular y desbordante de una juglaresa. Imaginativa, nunca se detenía, sobre su mesa estaba El manual de las mujeres de la limpieza de Lucia Berlín, ningún texto feminista se le resistía. Un poco más alejado, en el centro de la mesa El cuento de nunca acabar de Carmen Martín Gaite como si adivinara que la llevaremos siempre en nuestras conversaciones y que brindaremos con ella sin parar. Y el tercer libro que acababa de hojear era otro ensayo: Los países invisibles de Eduardo Lalo.
        
Y ella se ha ido dejándonos a todas con las palabras en la boca, con la necesidad de hablarnos para poder reconstruir el puzzle de su personalidad. Y en este duelo hemos charlado y averiguado aún más sus vivas costumbres. Y todas les estamos agradecidas porque nos ha dejado una gran herencia:  que seamos todavía más amigas entre nosotras. Ese es su legado.
Ese y su escritura. Brindaremos por ella.